A MODO DE AUTOBIOGRAFÍA
Vine a nacer en Alcalá de Henares, en “El Chorrillo” , en septiembre del año mitad del siglo pasado. El Chorrillo, entonces era un pequeño remiendo de fincas y huertas a las afueras de Alcalá, con una fuente que vaciaba a un abrevadero y éste a un gran estanque, y todo ello culminado por “el Ventorro del señor Emiliano”.
Al inicio de mi infancia -tal vez con cuatro o cinco años, no más - recuerdo que vi pintar a una de mis hermanas un bodegón -creo que era una cigala y unos champiñones-, que todavía tiene colgado en su cocina. Cierros los ojos y me viene a la memoria ese primer olor a esencia de Trementina (qué bonito nombre y qué feo el de aguarrás) y a aceite de Linaza.
Pasaron bastantes años -unos siete u ocho- hasta que sentí la necesidad de imitar a mi hermana. Esta vez no sólo olí la Trementina y el aceite, sino que los mezclé con los colores al óleo que aún quedaban en la caja de pinturas que estaba por casa y, ni corto ni perezoso, cogí un pequeño lienzo sobre cartón y el caballete, me salí al jardín y me puse a pintar un paisaje. Pero no el que tenía ante mis ojos o por los alrededores, no; sino que me lo inventé. Eran unos árboles -tal vez chopos- en la orilla de un arrollo, dobladas sus copas por el viento. Aún conservo este cuadro colgado en mi estudio.
Esto, que pudiera parecer una memez, me marcó profundamente, pues mientras pintaba, un “chico mayor”, primero me observó y luego me llamó desde una terraza de la casa de enfrente, preguntándome qué pintaba. Se lo enseñé y me dijo: “ah! Muy bonito. Está muy bien”. Y poco más. El joven era - lo supe más tarde- Carlos Chacón. Pasaron otros cuantos años más y, ya estando yo en la Universidad estudiando Biología, volví a verle. Él acababa de volver de la mili en África, en la Legión. A partir de este nuevo reencuentro nos profesamos una gran amistad. Compartimos un estudio en el Paseo de la Estación y muchos buenos ratos. Participamos en concursos, y compartimos premios (él los “primeros”, yo los “segundos”). Compartimos también un montón de buenos amigos. Pero sobre todo, aprendí mucho de él. Aprendí a no tener miedo a usar los colores, ni los materiales, ni las formas… Aprendí de él a expresar lo que sentía en cada momento, aunque fuera de forma impetuosa, cuando estaba frente a un lienzo. Y aprendí de él a no dar demasiada importancia a muchas cosas, a ser sencillo, a vivir el momento…
Luego, él, un día de verano se nos fue para siempre -¡maldita carretera! y yo seguí más o menos solo, pintando muchas tardes de muchos años en mi estudio. Solo, con mi vieja “radiocasete”. Mientras, he hecho algunas exposiciones individuales y otras con mis amigos pintores. Y me he presentado a algunos concursos que no me han premiado. Por eso ya no me presento. Prefiero que seáis vosotros el jurado y el premio, que os gusten mis cuadros.
Esto que os muestro ahora es el resultado de los cinco o seis últimos años. No tratéis de ver lo que no se ve, ni de encontrar explicaciones que no existen. Solo mirar. Si acaso evocar. Y tal vez, disfrutar.
Espero que os gusten. Si es así ¡me habéis dado el primer premio!
Gracias a todos.
Jacinto